martes, 6 de junio de 2017

“No creo en las brujas… pero haberlas, hailas”


Creo yo, y lo confieso humildemente, que en esto de la medicina hemos equivocado el camino olvidándonos que la fe mueve montañas y haciendo del médico un funcionario que cumple científicamente su cometido —con toda honradez, ya que de esto no dudo— pero que se olvida a veces de que su ciencia tiene mucho de arte y aun de liturgia. Hay algo que los grandes médicos confiesan y es que el enfermo tiene que tener deseos de curarse, porque si no, no vale ningún tratamiento, ya que si un enfermo, como en el caso del cuento del gallego, se empeña en “me morro, me morro”, se morirá aun sin tener enfermedad alguna. ¿Qué pasa entonces? Pues, a mi juicio, pasa lo que he oído decir a algún médico: que al enfermo hay que ilusionarle en su curación, recurriendo a lo que sea para ello —aun a vestirse un gorro de nigromante— porque la propia Naturaleza tiene antídotos para hacer frente a cualquier enfermedad que se presente.
No quiero defender a los curanderos, pero con ellos ha llegado un poco “la vuelta de los brujos” que la ciencia pura había desterrado y que no debió desterrar del todo.
¿Por qué “curan” o alivian los curanderos?, habría que preguntare y la respuesta tendría que estar en la nebulosa esa que va desde la fe del paciente en el “poder” del “saludador” visitado, hasta el propio deseo del enfermo de estar bueno.  Desde la suficiencia de la ciencia médica de hoy, causa asombro el leer las espectaculares curas que hacían los galenos del medievo, a los propios reyes (hay que pensar que fueran los reyes los que mejores médicos tenían), a base de lavativas, purgas, sangrías o sanguijuelas, alcanzando muchos de estos galenos fama y honores a cuenta de sus curas.
Los médicos rurales y los antiguos médicos familiares sabían mucho de esto, y es lástima que sus figuras —más de amigos y confidentes– se haya ido deteriorando, para caer ahora en que hace falta un contacto personal e ilusionado entre médico y paciente. No se trata de atacar lo científico de la medicina, pero sigue estando en vigor que “hay que vestir el muñeco”, y no digo yo que el médico tenga que echarte las cartas, ni mirar las manchas de aceite, o hacer invocaciones, como los curanderos; pero no desterrar del todo lo que ayude a ilusionar al paciente… Porque los humanos somos así y puestos a elegir, a lo mejor elegimos a los curanderos, porque, oiga, algo habrá cuando éstos tienen hasta colas en sus “consultas”.
Diario HOY, 27 de noviembre de 1980

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