Creo yo, y lo confieso humildemente, que en esto de la medicina hemos
equivocado el camino olvidándonos que la fe mueve montañas y haciendo del
médico un funcionario que cumple científicamente su cometido —con toda
honradez, ya que de esto no dudo— pero que se olvida a veces de que su ciencia
tiene mucho de arte y aun de liturgia. Hay algo que los grandes médicos
confiesan y es que el enfermo tiene que tener deseos de curarse, porque si no,
no vale ningún tratamiento, ya que si un enfermo, como en el caso del cuento
del gallego, se empeña en “me morro, me morro”, se morirá aun sin tener
enfermedad alguna. ¿Qué pasa entonces? Pues, a mi juicio, pasa lo que he oído
decir a algún médico: que al enfermo hay que ilusionarle en su curación,
recurriendo a lo que sea para ello —aun a vestirse un gorro de nigromante—
porque la propia Naturaleza tiene antídotos para hacer frente a cualquier enfermedad
que se presente.
No quiero defender a los curanderos, pero con ellos ha llegado un poco
“la vuelta de los brujos” que la ciencia pura había desterrado y que no debió
desterrar del todo.
¿Por qué “curan” o alivian los curanderos?, habría que preguntare y la
respuesta tendría que estar en la nebulosa esa que va desde la fe del paciente
en el “poder” del “saludador” visitado, hasta el propio deseo del enfermo de
estar bueno. Desde la suficiencia de la
ciencia médica de hoy, causa asombro el leer las espectaculares curas que
hacían los galenos del medievo, a los propios reyes (hay que pensar que fueran
los reyes los que mejores médicos tenían), a base de lavativas, purgas,
sangrías o sanguijuelas, alcanzando muchos de estos galenos fama y honores a
cuenta de sus curas.
Los médicos rurales y los antiguos médicos familiares sabían mucho de
esto, y es lástima que sus figuras —más de amigos y confidentes– se haya ido
deteriorando, para caer ahora en que hace falta un contacto personal e
ilusionado entre médico y paciente. No se trata de atacar lo científico de la
medicina, pero sigue estando en vigor que “hay que vestir el muñeco”, y no digo
yo que el médico tenga que echarte las cartas, ni mirar las manchas de aceite,
o hacer invocaciones, como los curanderos; pero no desterrar del todo lo que
ayude a ilusionar al paciente… Porque los humanos somos así y puestos a elegir,
a lo mejor elegimos a los curanderos, porque, oiga, algo habrá cuando éstos
tienen hasta colas en sus “consultas”.
Diario HOY, 27 de noviembre de 1980
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