Ayer la comidilla de la calle era la dimisión del Presidente Suárez,
lo que muestra su popularidad, porque no se trataba de opiniones dadas por los
políticos y las personas más o menos relacionadas de algún modo con el
presidente o los partidos, sino las gentes más sencillas que en la vida se han
ocupado de políticas, pero que en las conversaciones de ayer, con cualquiera,
indagaban o preguntaban motivos de esa dimisión y quién sería el sustituto y
proporcionaban las propias opiniones o las que ellos creían más lógicas,
algunas de las cuales tenían sin duda su gracia.
—“Pa mi —decía un viejo cacereño— ya le habían puesto en la
“resfalaera” ¿y qué iba a hacer el hombre?”…
Otros, más entendidos, como mi buen amigo Antonio Belvedere,
explicaban con todo lujo de detalles y como en cátedra pública callejera, que
la culpa la tenían los americanos y la llegada de Reagan al poder, que suponía
para los pueblos que podríamos llamar de la facción americana, un giro a la
derecha, relacionándolo además con la posible entrada de España en la OTAN, las
bases americanas y hasta el chicle.
Algún otro, por buscar motivaciones raras, hasta llegó a decir: “¿No
será por el nombramiento del nuevo Nuncio?”… En fin que cada cual echó la
imaginación a volar y daba las razones que se le ocurrían, lo que demuestra una
sana preocupación del pueblo por las cosas de gobierno y de política y la
indudable popularidad de Adolfo Suárez, en cuya explicación televisada suponemos
que está la clave, sin tratar de buscarle “tres pies al gato”. Porque, entre
bromas y veras, oímos decir a alguien: “Yo creo que la dimisión puede ser por
la jubilación del cabo Piris, porque ¿qué iba a hacer el presidente sin Piris?”
Yo, en este caso, creo que lo más sensato fue lo de otro hombre del
pueblo que permanecía callado: ¿Pepe, y tú no opinas?
—¿Y para qué voy a opinar si al fin y al cabo ya no lo dirán de balde?
Diario HOY, 31 de enero de 1981
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