lunes, 26 de junio de 2017

Las comidas de Semana Santa


Como todo ha evolucionado en la vida, también ha evolucionado la alimentación. Antiguamente la Semana Santa era en la mayoría de los casos el motivo de comer platos distintos entre las familias del pueblo cacereño, como sospecho que pasaría en el resto de España.
Lo habitual, lo diario en mi niñez, y creo que en casi todos los hogares cacereños, era comer el cocido. Apañado estaba el que no gustara de los garbanzos porque no había otra comida popular más que la del puchero, y hasta la “merendilla” se hacía a base de ahuecar un pico del pan y meter en él algo del “condumio” del cocido y guardarlo para por la tarde. Sólo los domingos se hacía lo que popularmente se llamaba “comida de levante”, que consistía en algún otro guiso distinto del “cocido”, que la mayoría de las veces era a base de arroz; podía ser el socorrido “arroz, patatas y bacalao”, que, dicho sea de paso, estaba buenísimo, o bien —y siempre en las familias más acomodadas— arroz con pollo, o lo que se llamaba “arroz con fusca”, que era echar los pescuezos, alas y otros “desperdicios” del pollo y dejar éste para un segundo plato o para mejor ocasión, porque la mayoría de las familias cacereñas tenían lo que después se ha llamado el “plato único”.
Estas comidas variaban según las posibilidades económicas, porque el pueblo siempre estaba rozando lo que se llama el “darse de bofetadas” con el hambre. Se cuenta que un invitado a comer en casa ajena, al ver que se le ponía un gazpacho, exclamó: “¡Hombre, en mi casa esto lo ponemos de último plato!”, y el invitante le respondió: “¡Toma, y aquí también!”, con lo que quiere decirse que no había más que gazpacho de comida. Pero, en fin, vamos a recordar las “comidas de levante” que se hacían en la Semana Santa, en las que siempre se variaba o se reforzaba la comida normal, evitando tomar carne —como estaba mandado—, aunque dicho sea de paso, por economía familiar, esto se evitaba durante todo el año. La comida de Viernes Santo solía ser el potaje, pero además de él había algunos platos de golosina que podían ser las célebres natillas adornadas con merengue, o unas madalenas de “La Romualda”, que no había otra panadera que las hiciera mejor o perrunillas, yemas y dulces de las monjas, que a los pequeños nos hacía retraernos del primer plato y reservarnos para el goloseo, aunque con algún “mojicón” o reprimenda de los mayores.
Diario HOY, 17 de abril de 1981

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