Como todo ha evolucionado en la vida, también ha evolucionado la
alimentación. Antiguamente la Semana Santa era en la mayoría de los casos el
motivo de comer platos distintos entre las familias del pueblo cacereño, como
sospecho que pasaría en el resto de España.
Lo habitual, lo diario en mi niñez, y creo que en casi todos los
hogares cacereños, era comer el cocido. Apañado estaba el que no gustara de los
garbanzos porque no había otra comida popular más que la del puchero, y hasta
la “merendilla” se hacía a base de ahuecar un pico del pan y meter en él algo
del “condumio” del cocido y guardarlo para por la tarde. Sólo los domingos se
hacía lo que popularmente se llamaba “comida de levante”, que consistía en
algún otro guiso distinto del “cocido”, que la mayoría de las veces era a base
de arroz; podía ser el socorrido “arroz, patatas y bacalao”, que, dicho sea de
paso, estaba buenísimo, o bien —y siempre en las familias más acomodadas— arroz
con pollo, o lo que se llamaba “arroz con fusca”, que era echar los pescuezos,
alas y otros “desperdicios” del pollo y dejar éste para un segundo plato o para
mejor ocasión, porque la mayoría de las familias cacereñas tenían lo que
después se ha llamado el “plato único”.
Estas comidas variaban según las posibilidades económicas, porque el
pueblo siempre estaba rozando lo que se llama el “darse de bofetadas” con el hambre.
Se cuenta que un invitado a comer en casa ajena, al ver que se le ponía un
gazpacho, exclamó: “¡Hombre, en mi casa esto lo ponemos de último plato!”, y el
invitante le respondió: “¡Toma, y aquí también!”, con lo que quiere decirse que
no había más que gazpacho de comida. Pero, en fin, vamos a recordar las “comidas
de levante” que se hacían en la Semana Santa, en las que siempre se variaba o
se reforzaba la comida normal, evitando tomar carne —como estaba mandado—,
aunque dicho sea de paso, por economía familiar, esto se evitaba durante todo
el año. La comida de Viernes Santo solía ser el potaje, pero además de él había
algunos platos de golosina que podían ser las célebres natillas adornadas con
merengue, o unas madalenas de “La Romualda”, que no había otra panadera que las
hiciera mejor o perrunillas, yemas y dulces de las monjas, que a los pequeños
nos hacía retraernos del primer plato y reservarnos para el goloseo, aunque con
algún “mojicón” o reprimenda de los mayores.
Diario HOY, 17 de abril de 1981
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