Meditaba yo lo que es el paso del tiempo pensando en los números. Ahí
tienen ustedes el once, tan enhiesto y arrogante que no cabe número más
cabalmente vertical, pero le ponen otro tanto encima y se nos convierte en el
arrugado 22, porque los años no pasan en balde, y si le suman otros once
números más se nos habrán convertido en el artrítico 33, que casi no puede
levantar cabeza y hasta parece que camina con bastón y todo. ¡Cualquier diría
que ese viejo 33 es en lo que se ha convertido el jovencito once tan arriscado
y tieso…! Claro es que con los números se pueden hacer otras combinaciones o
pensamientos que no son los que acabamos de hacer nosotros porque qué duda cabe
que el 33, la edad de Cristo, es también un número cabalístico. Pero
centrándonos en nuestro pensamiento hay que imaginarse que de algún modo todos
hemos sido números onces en nuestra juventud, pasaremos a ser números 22 en
nuestra madurez y quiera Dios que lleguemos a ser números 33 en nuestra vejez,
porque si no nos habremos quedado por el camino.
Son, si ustedes quieren, sombríos pensamientos sobre las personas,
pero que se pueden verter en las cosas para quedar sentado que el paso del
tiempo las deteriora. En un sentido figurado se dijo que por nuestra ciudad
monumental y sus palacios no pasaba el tiempo, pero sólo en un sentido
figurado, porque cualquiera puede ver cómo está el deteriorado palacio de
Moctezuma, donde se iba a hacer el célebre parador, que después no se hizo.
Para que no se viniera abajo se montó una armadura metálica en torno al mismo,
pero cualquiera que contemple sus techumbres puede darse cuenta de que tal
palacio se sigue manteniendo en pie porque el año ha sido seco — por desgracia—,
pero apenas llueva con fuerza el palacio puede venirse abajo en cualquier
momento. Para mi que su ruina ya ha pasado del número 33 de que hablábamos al
principio, y lo que me extraña es que mientras se ha traído y llevado tanto lo
de la ruina de la “Casa de la Chicuela”, bastante menos importante que este
palacio para la historia de España y la de América, no haya nadie que levante
la voz denunciando a la Administración, que en definitiva —por ser suyo ahora
el palacio— es la que va a tener la culpa directa de su ruina y desaparición…
¿Es que en Cáceres no hay entidades o personas que puedan atajar esto? ¿Es que
sólo hemos quedado como coro de plañideras para llorar sobre la ruina, cuando
ya no hay remedio? Son preguntas para que mediten los cacereños, sobre todo los
que tienen cargos y obligación. Por bastante menos la suele “armar” la Comisión
de Monumentos. ¿Por qué no “pía” en este caso”?
Diario HOY, 7 de marzo de 1981
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