Yo del primer cartero del que tengo conciencia de haber conocido,
cuando yo era muy niño, fue el señor Sotelo. El señor Sotelo, cuyo apellido
desconocí siempre como creo que la mayoría de los cacereños de entonces, era
una verdadera entidad en Cáceres. Los chavales le veíamos pasar, con respeto y
admiración, con su bigotazo y su enorme cartera de epístolas y paquetes que a
nosotros se nos imaginaban algo así como las alforjas de los Reyes Magos,
porque esas alforjas para nosotros deberían ser las más admiradas y porque el
señor Sotelo conocía a la gente por su nombre y siempre tenía la broma amable a
flor de labios y era como un miembro más de cada familia cacereña y se desvivía
porque las cartas llegaran a su destino y creo que hasta no tenía horas —ni las
computaba, que eso vino después— en el desarrollo de su función para la que,
pienso yo, no debía tener ni noche ni día.
No se oyó si la Administración de Correos de aquel entonces le
agradecía lo suficiente este desvivirse por los demás, lo que sí digo es que
los cacereños en el fondo de su corazón sí se lo agradecieron siempre. Otra
cosa es si la Administración se lo “pagaba” en afecto o moneda corriente, que
posiblemente no, porque ya se ha dicho alguna vez que nuestra tierra era una
tierra de: “buenos vasallos y malos señores”… y puede que aquellos vientos
sembraron estos vendavales, pero eso es cosa aparte.
Lo que sí digo es que entonces, esos buenos vasallos del correo,
llegaron a prestigiarle como uno de los mejores del mundo, sin hacer de menos a
los de ahora, que a lo mejor hacen muy bien en cumplir estrictamente con la norma
y nada más… por aquello de que esos esfuerzos, muchas veces, no han sido ni
agradecidos ni pagados. Pero aquella “vergüenza torera” profesional daba
ocasión a que una carta con las escuetas señas de “Regino, Cáceres” llegara a
don Regino Moreno, conocido cazador y propietario de una imprenta, o que una
carta con dibujos y sin señas llegara a su destino, o que otra señalada así: “A
mi hijo Primitivo, que está en la mili”, llegara a su destino cuando un
soldado, con pinta de paleto, preguntó en la oficina: “¿Me ha escrito mi
padre?”… En fin, era otra época en la que se ponían por delante las
obligaciones que los derechos… ¿Mejor o peor que la actual?, no sabría qué
decirles.
Diario HOY, 30 de junio de 1981
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