sábado, 8 de julio de 2017

La gracia de los viejos rateros

A mis paisanos y convecinos, los cacereños, les gusta que recordemos alguna vez historias del viejo Cáceres, que yo muchas veces conozco de oídas pero que estimo que, aun con algún error, está bien que queden como “apunte” para la pequeña historia del Cáceres inmediatamente pasado que alguien, con más conocimientos que los míos, puede decidirse alguna vez a escribir.
Una de las cosas que recuerdo haber oído comentar, aun a mi padre, es la honradez de aquel Cáceres recoleto de los años veinte, en el que todos los vecinos se conocían y saludaban como verdaderos familiares y, como prueba de ello, se señalaba un detalle que era que en la misma “Plaza de los Pucheros” que creo que es como se llamaba a San Francisco o a la Plaza Marrón, porque tenía puestos de venta de “cacharros de barro”: pucheros, botijos cantarillas, cántaros, macetas, etc… Este “género” no se encerraba nunca, sino que, llegada la noche, se dejaba en montón y a mano de cualquiera que se los quisiera llevar, dándose el caso de que aun no quedándose el dueño de vigilancia, no solía faltar un solo “cacharro” nunca. Alguna vez, por las peleas que hacían los muchachos, alguno resultaba deteriorado, pero si los padres del “rompedor”” se enteraban se apresuraban a pagar los trastos rotos al dueño, con lo que la cosa quedaba solucionada. Es más, cuando algún puchero faltaba solía decirse: “Eso es que han venido gitanos forasteros y se lo han llevado”, porque los de aquí —del Alfiler y su gente— nadie podía desconfiar porque eran gitanos buenos y tan vecinos como cualquier otro. Cierto que algún ladrón o ratero había, pero con bastante más salero que los de ahora, con lo que el robo o la ratería acababa haciendo hasta gracia a la propia víctima, que terminaba perdonando el desaguisado. Un caso que entonces se contó mucho fue el del robo hecho a la cacereñísima familia Muriel, en un gallinero propiedad del “jefe” de esta estimada familia al que yo conocí como un venerable anciano, al que todos teníamos respeto. Me refiero a don Gabino Muriel, al que le robaron un gallinero dejándole sólo el pollo más “esmirriado” que en el gallinero había con un cartel colgado del cuello que decía así:
“Gabino Muriel Polo, a las doce me dejaron solo.”
Ni que decir tiene que el daño, con serlo, quedó enjugado con la broma y que el propio don Gabino tuvo que reírse del detalle.
Diario HOY, 11 de julio de 1981

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