miércoles, 5 de julio de 2017

Los “huesos de las perdices” y las narices propias


Yo no sé si ustedes recuerdan la terminación de los cuentos infantiles, “cuentos rosas” casi todos, en los que los protagonistas, tras de pasarlas moradas en el transcurso de la narración, que solía tenernos en vilo, acababan “felices y comiendo perdices y dándonos a nosotros con los huesos en las narices”. Yo, que era un niño bueno, cuando me contaban algún cuento que, indefectiblemente, solía tener la misma coletilla final, solía alegrarme mucho de la felicidad de lo protagonistas, pero me molestaba el que para que esa felicidad fuera completa tuvieran que tirarnos a las narices de los que escuchábamos los susodichos “huesos de las perdices”, que ellos se comían tan ricamente. No solía yo encajar muy bien ese final, quizás porque no sabía que la felicidad de algunos tenía que ser comparativa con el dolor de la narices de otros que, viéndolos comer perdices sin que les invitaran, ya deberían quedarse bastante doloridos, como para aguantar además impacto huesiles en su apéndice nasal… En fin, que no me explicaba yo muy bien qué tenían que ver las narices ajenas con la felicidad del que come perdices.
Pero andando la vida uno acaba enterándose de que, en todos nosotros, hay un complejo comparativo por el que la felicidad no es tanta si no suscita un poco la envidia de los otros. Es como quien dice la teoría de la relatividad, que tendría una constante que sería: “A mayor infelicidad de los demás, más felicidad mía”, cosa que no siendo justa es cierta, porque así somos los humanos, ¿Ustedes no han parado mientes en lo a gusto que se está en la cama, oyendo llover o tronar en la calle, mientras uno se emboza y piensa: “anda, que los que estén por ahí fuera las estarán pasando moradas”…? Parece que uno es más feliz sabiendo lo mal que lo pasan los otro… Pero dejemos filosofía aparte y vayamos a lo que les quería decir. Precisamente con la llegada del verano se han prodigado  los acondicionadores de aire, que dan el fresquito para dentro pero al par echan un vaho insoportable de aire caliente —como salido del infierno— hacia la calle, que suele caernos en pleno rostro a los que no tenemos más remedio que andar por ella. Supongo yo que los instaladores podrían dirigir ese chorro insoportable hacia las alturas y no hacia el acerado… pero entonces faltaría lo que dijimos al principio, porque ese chorro insoportable son los “huesos de las perdices” que tienen que darnos en las narices a los de fuera, para que se sientan más a gusto los de dentro… ¡Vamos, digo yo!
Diario HOY, 23 de junio de 1981

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