Yo no sé si ustedes recuerdan la terminación de los cuentos
infantiles, “cuentos rosas” casi todos, en los que los protagonistas, tras de
pasarlas moradas en el transcurso de la narración, que solía tenernos en vilo,
acababan “felices y comiendo perdices y dándonos a nosotros con los huesos en
las narices”. Yo, que era un niño bueno, cuando me contaban algún cuento que,
indefectiblemente, solía tener la misma coletilla final, solía alegrarme mucho
de la felicidad de lo protagonistas, pero me molestaba el que para que esa felicidad
fuera completa tuvieran que tirarnos a las narices de los que escuchábamos los
susodichos “huesos de las perdices”, que ellos se comían tan ricamente. No
solía yo encajar muy bien ese final, quizás porque no sabía que la felicidad de
algunos tenía que ser comparativa con el dolor de la narices de otros que,
viéndolos comer perdices sin que les invitaran, ya deberían quedarse bastante
doloridos, como para aguantar además impacto huesiles en su apéndice nasal… En
fin, que no me explicaba yo muy bien qué tenían que ver las narices ajenas con
la felicidad del que come perdices.
Pero andando la vida uno acaba enterándose de que, en todos nosotros,
hay un complejo comparativo por el que la felicidad no es tanta si no suscita
un poco la envidia de los otros. Es como quien dice la teoría de la
relatividad, que tendría una constante que sería: “A mayor infelicidad de los
demás, más felicidad mía”, cosa que no siendo justa es cierta, porque así somos
los humanos, ¿Ustedes no han parado mientes en lo a gusto que se está en la
cama, oyendo llover o tronar en la calle, mientras uno se emboza y piensa:
“anda, que los que estén por ahí fuera las estarán pasando moradas”…? Parece
que uno es más feliz sabiendo lo mal que lo pasan los otro… Pero dejemos
filosofía aparte y vayamos a lo que les quería decir. Precisamente con la
llegada del verano se han prodigado los
acondicionadores de aire, que dan el fresquito para dentro pero al par echan un
vaho insoportable de aire caliente —como salido del infierno— hacia la calle,
que suele caernos en pleno rostro a los que no tenemos más remedio que andar
por ella. Supongo yo que los instaladores podrían dirigir ese chorro insoportable
hacia las alturas y no hacia el acerado… pero entonces faltaría lo que dijimos
al principio, porque ese chorro insoportable son los “huesos de las perdices”
que tienen que darnos en las narices a los de fuera, para que se sientan más a
gusto los de dentro… ¡Vamos, digo yo!
Diario HOY, 23 de junio de 1981
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