“Menos mal que se ha marchado ya
el Papa”, me decía ayer un amigo mío cuando charlábamos sobre la visita del
Santo Padre. Me extrañó, ciertamente, este deseo porque le considero un hombre
religioso, practicante y hasta podría decir “vaticanista”, del que me consta que no se ha perdido una de las
retransmisiones que la televisión ha hecho de la visita del Sumo Pontífice, de
las que me confesaba que había visto hasta los resúmenes y viajado a Guadalupe
con toda clase de incomodidades para poder estar cerca de Juan Pablo II.
Él mismo me aclaró este deseo y tuve que confesarle que coincidía con
él y posiblemente con muchos de ustedes.
Muchos españoles como mi amigo han estado con el alma en vilo porque al Papa le
pudiera ocurrir algo en nuestro suelo. Mejor diría para que nada le ocurriera
ni en nuestro suelo ni fuera de él, ya que cualquier accidente, cualquier
atentado, hubiera ensombrecido la calidad del recibimiento sincero que todos
los españoles le hemos hecho y aún el gozo que se manifestaba en el propio
Papa, del que hemos de decir que se
encontraba a gusto entre nosotros. Es más, todas esas pancartas de “Quédate con nosotros” eran ciertas y
sentidas, pero al lado de ellas el hombre meticuloso piensa que pueda ocurrir
cualquier cosa a este huésped excepcional, y no vive para ello, y hasta reza
porque no ocurra nada y porque todo vaya saliendo como ha salido, sin una
sombra que pueda ensombrecer el afecto de un pueblo volcado en amor al Santo
Padre, y el de un Pontífice que disfruta viendo la sinceridad de ese afecto.
Yo, como mi amigo, hubiera deseado que el Pape estuviera más tiempo
aquí, pero hemos de confesar que nos preocupaba su vida y hasta su salud. En
más de una ocasión hemos oído decir que “tenía
cara de cansado” y que “era mucho lo
que le estaban haciendo recorrer”, así como otras frases que mostraban esa
preocupación que todos los españoles —confesándolo o no— hemos tenido por el
Santo Padre. Ahora, justo es confesarlo —como hace mi amigo— estamos satisfechos
por su visita y muy contentos de que haya llegado sano y salvo al Vaticano
porque su vida, para mi amigo y para muchos, había que guardarla como la
propia.
Por eso luchamos ahora con esos dos sentimientos encontrados: el dolor
de que se haya marchado y al mismo tiempo la satisfacción de que todo haya
salido bien.
Diario HOY, 11 de noviembre de 1982
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